La Soledad ¿Una nueva epidemia?
Reflejo en una ventana de Altamira (Caracas). Christopher Anderson |
Cualquiera puede padecer soledad crónica: un chico
de 12 años que se traslada a un colegio nuevo; un joven que después de crecer
en un pueblo se siente perdido en la gran ciudad; una ejecutiva que está
demasiado ocupada con su carrera para mantener buenas relaciones con sus
familiares y amigos; un anciano que ha sobrevivido a su cónyuge y cuya mala
salud le dificulta ir a visitar a nadie. La generalización del sentimiento de
soledad es asombrosa. Varios estudios internacionales indican que más de una de
cada tres personas en los países occidentales se siente sola habitualmente o
con frecuencia.
La mayoría de estas personas quizá no son
solitarias por naturaleza, pero se sienten socialmente aisladas aunque estén
rodeadas de gente. El sentimiento de soledad, al principio, hace que una
persona intente entablar relación con otras, pero con el tiempo la soledad
puede fomentar el retraimiento, porque parece una alternativa mejor que el
dolor del rechazo, la traición o la vergüenza. Cuando la soledad se vuelve
crónica, las personas tienden a resignarse. Pueden tener familia, amigos o un
gran círculo de seguidores en las redes sociales, pero no se sienten
verdaderamente en sintonía con nadie.
Una persona que se siente sola suele
estar más angustiada, deprimida y hostil, y tiene menos probabilidades de
llevar a cabo actividades físicas. Como las personas solitarias tienden más a
tener relaciones negativas con otros, el sentimiento puede ser contagioso. Las
pruebas biológicas realizadas muestran que la soledad tiene varias consecuencias
físicas: se elevan los niveles de cortisol —una hormona del estrés—, se
incrementa la resistencia a la circulación de la sangre y disminuyen ciertos
aspectos de la inmunidad. Y los efectos dañinos de la soledad no se acaban
cuando se apaga la luz: la soledad es una enfermedad que no descansa, que
aumenta la frecuencia de los microdespertares durante el sueño, por lo que la
persona se levanta agotada.
El motivo es que, cuando el cerebro capta su
entorno social como algo hostil y poco seguro, permanece constantemente en
alerta. Y las respuestas del cerebro solitario pueden servir para la
supervivencia inmediata. Pero en la sociedad contemporánea, a largo plazo,
tiene costes para la salud. Cuando estamos acelerando constantemente nuestros
motores, dejamos nuestro cuerpo exhausto, reducimos nuestra protección contra
los virus y la inflamación, y aumentamos el riesgo y la gravedad de las
infecciones víricas y de muchas otras enfermedades crónicas.
En nuestras investigaciones también
hemos observado que cada medida positiva para mejorar la calidad de las
relaciones sociales mejora la presión arterial, los niveles de las hormonas del
estrés, las pautas de sueño, las funciones cognitivas y el bienestar general.
Con frecuencia las personas solitarias no son conscientes
de muchas de las cosas que les suceden: no lo saben. Por ejemplo, se agudiza de
forma implícita la hipervigilancia en busca de amenazas sociales y se reduce la
capacidad de controlar los impulsos.
Los familiares y amigos suelen ser los primeros en
detectar los síntomas de soledad crónica. Cuando una persona está triste e
irritable, quizá está pidiendo en silencio que alguien la ayude y conecte con
ella. La paciencia, la empatía, el apoyo de amigos y familiares, compartir
buenos momentos con ellos, todo eso puede hacer que sea más fácil recuperar la
confianza y los vínculos y, en definitiva, reducir la soledad crónica.
Por desgracia, para muchos hablar con franqueza
sobre la soledad sigue siendo difícil, porque es una condición mal comprendida
y estigmatizada. Sin embargo, dada su frecuencia y sus repercusiones en la
salud, tendría que estar reconocida como un problema de salud pública. Debería
recibir más atención en las escuelas, en los sistemas de salud, en las
facultades de medicina y en las residencias de ancianos para garantizar que los
profesores, los profesionales de la sanidad, los trabajadores en los centros de
día y en los centros de tercera edad sepan identificarla y abordarla.
¿Las redes sociales pueden abrir nuevas vías para
conectar con los demás? Depende de cómo se usen. Cuando la gente utiliza las
redes para enriquecer las interacciones personales, pueden ayudar a disminuir
la soledad. Pero cuando sirven de sustitutas de una auténtica relación humana,
causan el resultado opuesto. Imaginen un coche. Si una persona conduce para
compartir un rato agradable con sus amigos, seguramente se sentirá menos sola;
si se pasea solo para saludar de lejos y ver cómo los demás se lo pasan bien,
su soledad seguramente seguirá siendo igual o peor.
Por desgracia, muchas personas solas tienden a
considerar las redes sociales como refugios relativamente seguros para relacionarse
con los demás. Como en el ciberespacio resulta difícil juzgar si los otros son
dignos de confianza, la relación es superficial. Además, una conexión a través
de Internet no sustituye a una real. Cuando un niño se cae y se hace daño en la
rodilla, una nota comprensiva o una llamada a través de Skype no sustituye al
abrazo consolador de sus padres.
Acerca de los autores:
John T. Cacioppo, autor de Loneliness
(WW Norton), es catedrático de psicología y dirige el centro de
neurociencia cognitiva y social en la Universidad de Chicago. Stephanie Cacioppo es profesora de
psiquiatría y neurociencia en el mismo centro.
¡¡Hasta pronto!!
Fuente: http://elpais.com/
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