Intimidad, el paraiso perdido

(Ulrich Baumgarten - Getty)
     Hubo un tiempo no tan lejano en el que la mayoría de la gente no acostumbraba a colocar un cartel en la puerta de su casa para comunicar a quien quisiera darse por enterado que se iba de vacaciones a una playa al otro extremo del país. A nadie se le ocurría actualizar públicamente y a diario la información sobre sus planes personales. Al contrario, lo normal era pedir a familiares o amigos íntimos que recogiesen nuestro correo mientras veraneábamos lejos del domicilio. Que las cartas rebosasen el buzón se consideraba una imprudencia porque daba pistas a los cacos.

     Hoy en día, los amigos de los amigos de nuestros hijos tienen acceso a través de las redes sociales a fotografías que nos etiquetan y geolocalizan en un chiringuito situado a 500 kilómetros de nuestro hogar. A menudo, estas imágenes vienen acompañadas de información adicional: “¡El viernes se acaba lo bueno!”. Hemos abierto las puertas de nuestra esfera privada a desconocidos.

   Los dispositivos electrónicos que hemos incorporado a nuestra vida cotidiana han modificado nuestra mentalidad y nuestros hábitos. Compramos comida o ropa por internet, a través del ordenador, la tablet o el smartphone, y aceptamos –ya sea por desconocimiento o por indiferencia– ser identificados en cada transacción.

     Cuando vamos a un supermercado o a la mercería nadie nos pide el documento de identidad a la hora de pagar, ni siquiera si usamos la tarjeta de crédito. En cambio, cada vez que operamos por internet, todas las compañías involucradas en el proceso de venta –el buscador o la red social que nos ha dirigido a la tienda on line; el distribuidor y el fabricante del producto que compramos, y los anunciantes que se publicitan en estas webs– pueden saber quiénes somos, dónde estamos en el momento en que nos conectamos a su servicio, cuál es la dirección de nuestro domicilio y en qué entidad depositamos nuestro dinero. Y si se lo proponen, podrían averiguar también cuál es la marca y el sabor del yogur favorito de nuestro hijo o a quién votamos en las últimas elecciones. 

Intimidad bajo vigilancia
    En el 2015 salieron a la luz pública varios sucesos que nos ponen sobre aviso de las consecuencias que pueden tener los descuidos que cometemos en nuestra actividad on line y la desprotección de los canales digitales en los que nos relacionamos con conocidos y extraños. Entre los casos que más trascendieron está el de la web de citas Ashley Madison, una plataforma que supuestamente ponía un especial énfasis en la privacidad de sus usuarios –al estar dirigida específicamente a personas que pretenden ser infieles a su pareja– y que sin embargo no pudo impedir que se filtraran los datos personales de más de 37 millones de clientes; o el del futbolista del Real Madrid implicado por presunta complicidad en el chantaje a un compañero de selección por un vídeo sexual que cayó en manos de un delincuente común (no un experto pirata informático); o el de la australiana que publicó en su muro de Facebook una fotografía en la que aparecía exultante, sujetando una apuesta ganadora, y se encontró con que alguien de su red de contactos imprimió el código de barras del boleto y cobró el premio en su lugar.

      Pero ya empieza a ser urgente un cambio de chip, porque dentro de muy poco prácticamente todas las máquinas que están a nuestro alrededor estarán conectadas a internet: el televisor, la nevera, el horno, el coche, la cámara de vigilancia de nuestro bebé, etcétera. Y lo que no son máquinas –o no lo parecen, como la muñeca habladora que dejaron los Reyes Magos o la pulsera y las zapatillas que usamos para hacer deporte–, también. Es lo que se conoce como el internet de las cosas. En lo que atañe a la privacidad, la cuestión de fondo es que cuando los aparatos que nos rodean están interconectados, nuestros datos personales también suelen estarlo.

     ¡¡Hasta pronto!!



Fuente: Juan Manuel García en http://www.lavanguardia.com/


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